sábado, 5 de noviembre de 2011

Buscando y encontrando.


El mediodía de noviembre había comenzado errado. Un sábado que venía de un viernes a la madrugada dando vueltas y vueltas a la cama, con la noche enganchada a la almohada.
A eso de las diez se abrió la puerta de mi cuarto y dije con los ojos entornados: estoy durmiendo. No dejé espacio para pasar, ni preguntar, respondí cortante.
En ese mismo instante las articulaciones y tensiones de mi cuerpo mal dormido desaparecen y mis pies logran llegar a la terminación en madera de mi cama. Juego un poco con los dedos de los pies, y me quedo un momento pensando en nada, sólo recién nacida al movimiento.
Observo el sol en la ventana, y unas prendas colgando de la silla sobre un almohadón rojo. Voy por los pantalones cortos y la musculosa blanca. Me los pongo, y me dirijo hacia el baño.
Allí hago todos los rituales: lavado de cara, dientes y manos; y recorro la mesada de la cocina buscando un encendedor. Encuentro uno naranja que de seguro era de Jorge, y nosé porqué terminó entre la colección de encendedores de mamá.
No le doy mucha importancia a ello, encontré lo que había buscado. Me largo hacia el cuarto nuevamente sin saludar a nadie, y enciendo un incienso de vainilla. Devuelvo el encendedor a la mesada.
De regreso al cuarto sin saber muy bien qué hacer, abro el primer cajón de la mesa de luz que mi hermana había forrado con un par de historietas de cómics, y tomo el libro de la Srta. Safo, que me prestó Irene hace unos días cuando fuimos a ver una obra de teatro a Villa Rosita.
Después me voy al fondo de mi casa y por más que sacudo la hamaca paraguaya de un lado a otro y de arriba hacia abajo, no logro sentir comodez porque el día anterior había estado lloviendo y, por lo tanto, estaba mojada.
Por fin, me siento en el árbol que está acostado a lo largo del fondo de mi casa desde el temporal del 24 de marzo, y retomo la lectura de la noche anterior, cuando me dormí con él en manos y entonces de seguro mamá lo guardó en el primer cajón de la mesa de luz que mi hermana había forrado con un par de historietas de cómics.
Me engancho a leer y llego hasta la segunda carta de la Srta. Safo sin poder parar un segundo. Ahora me había marcado mi propio límite y observando tras el ojo de mi perra que estaba acostada a una distancia de aproximadamente tres metros de donde estaba yo, en el Galpón; movía la cola y levantaba sus orejas cada vez que venía alguien, entonces me avisaba.
Ahí mismo cerré el libro, le puse el marcador que es una hoja que encontré sobre el escritorio y me dije a mi misma: quiero escribir.
Vuelvo a mi cuarto, y empiezo a buscar el CD que trae un compilado de canciones que no se encuentran en ningún sitio web de Internet, y me desespero; porque no está por ningún lado. Seguidamente, me sumerjo en la estantería donde tengo mis enciclopedias, álbumes de fotos y una cantidad de cosas mas que hoy la computadora ha sustituido, entre ellas: las guarda-discos. Busco en ellas y tampoco está. No hubo más remedio que escribir escuchando el documental sobre los desaparecidos que estaban mis padres mirando por vigésima vez al otro lado del cuarto.
Pero que obviamente, sin darle mucha importancia a ello empecé a escribir como si no escuchase nada. Total, había encontrado lo que estaba buscando...

Escribir.