martes, 24 de abril de 2012

Cartas al Sr. M


Así que ahí estaba yo. Sentada frente al escritorio del Sr. M otra vez.
Toqué a su puerta llegado el mediodía, porque sabía que no podía ser a otra hora siendo ésa una visita al Sr. M. Después de todo, éramos más o menos como amigos. 
El Sr. M  abrió la puerta de su casa y yo no hice más que mirarle a los ojos, y el Sr. M no hizo más que estirar su brazo izquierdo como lanzando una reverencia, y luego me señaló el camino hacia adentro. Mis pasos siguientes me llevaron hacia el escritorio del Sr. M, donde después de que éste retirase mi abrigo y lo colgase en el respaldo del asiento, decidí sentarme y comenzar a contarle cómo había estado mi vida desde entonces.
El Sr. M escuchó silencioso, como siempre. Luego se dirigió hacia la cocina y nos preparó café.
Las horas siguientes fueron todas de café y charla, ésta última con más intervenciones de parte del Sr. M.
Me contó que había estado saliendo con una señorita que trabajaba en una tienda, y que le había propuesto irse de viaje con ella a un lugar que no recuerdo, pero en cuanto el Sr. M me lo contó, no podía parar de imaginarme al Sr. M tratando de parecer un pibe fachero y ganador que sale con la minita de la tienda.
Un rato más tarde me aburrí de hablar con él, y salí a la terraza a fumar un cigarrillo. El Sr. M no se resistió y se quedó sentado en una esquina, sobre una silla de mimbre de esas que se balancean, perturbando mi instante de egoísta tranquilidad sobre la terraza.
Luego, cuando entré, me senté nuevamente frente al escritorio pero ésta vez no hablé. Me quedé callada, y silenciosa, pensando en cosas que quizás nunca le había contado al Sr. M ni a nadie más. Él se dió cuenta y me interrumpió, me preguntó si yo gustaba que él me leyera algún libro, o si quería escuchar algo en el equipo de música. Yo le dije que no. Unos minutos después me digné a tomar mi abrigo y a saludarle, pero para ese entonces no me di cuenta de que quizás el Sr. M no estaba preparado para que yo me fuera, y dejarle en soledad de nuevo. Porque para el Sr. M mis visitas eran las únicas que el recibía, además de las del jóven que le trae las facturas, o de gente que se equivoca de casa, o de ilusiones que él crea en su mente, y les habla, y les invita con café. 
Así que una vez que llegué a la puerta el Sr. M se largó a llorar. Y me abrazó muy fuerte, tan fuerte que yo pensé que me iba a estrangular, y me pidió mil veces que no me vaya. Yo no pude evitar que en alguna instancia de ese momento frágil me conmoviera un poco la sensibilidad, pero aún así le abandoné. Cerré la puerta en su cara y luego saqué el mp3 de mi bolso y me puse a escuchar una carpeta de The Cure que seleccioné. Las siguientes cuadras se hacían eternas. La arquitectura colonial de las casas de Montevideo y la decoración otoñal de las calles le daban ese ambiente tristón y oscuro, seguido de la situación que se había dado con el Sr. M.
A eso de las 22:30 ya estaba llegando a Maldonado, y una vez que arribó el Copsa en la Terminal, no había terminado de bajar que ya estaba caminando hacia la próxima estación, para tomarme otro ómnibus que me dejara a unas cuadras de casa. Una vez en casa fui derecho hacia mi cuarto, y luego de tomar un té me acosté a dormir. Esa noche soñé que el Sr. M me escribía una carta diciéndome que se iba a Ibiza con la chica de la tienda, y que me regalaba las llaves de la su casa en Montevideo, por si algún día volvía a visitar la capital.
A la mañana siguiente le escribí una carta al Sr. M diciéndole que se fuera a Ibiza con la chica de la tienda, pero que no quería las llaves de su casa en Montevideo. Le hice prometerme que no iba a dejar de escribirme cartas, contándome cómo le estaba yendo, y que no dudara en llamar a casa si se sentía mal o empezaba a extrañar.

Continuará...