lunes, 20 de septiembre de 2010

Una tarde en la capital.

Allá andaba yo, sentada junto a la columna en aquel muro de cemento y bloques viendo caer la noche como tantas había visto caer un tiempo atrás.
Observaba la confusa capital que estaba siendo sacudida por todos aquellos autos, que iban y venían por las avenidas, que doblaban y cruzaban, de los que se escapaban señores y señoras por sus ventanas, enojados con el que hubiera entorpecido el camino en aquella loca pista de asfalto con sabor a humo y mar.
El viento se paseaba por mis ojos y entre mis pestañas sentía la brisa también, en los espacios de las medias de red se filtraba y la piel se me ponía como de gallina, dándole nada de importancia igual, observaba contemplando la hermosura de dejarse llevar sin tener que medir el tiempo, sin tener que fijarse o ponerse a pensar en el qué dirán.
La gente pasaba y miraba escondida, sin inferir en mis pupilas dilatadas que los dejaban a todos difuminados y borrosos, sin darles pie ni si quiera a compartir el muro, o a pedir tan solo la hora, o el mechero.
Mi mente no se dignaba a despertarse, flotaba y se paseaba dentro de mi cabeza como los niños saltaban en la cama elástica en septiembre, disfrutando el cumpleaños de Nicolás.
Más tarde crucé a la otra senda para ir a recostarme a la garita donde paraban los ómnibus, entonces estiré las piernas y en la unión de una pared de madera y otra apoyé mi espalda cómodamente como si fuera un sofá.
Un grillo se vino a posar sobre la caja de vino de unos muchachos que esperaban impacientes y escandalosos a unas chicas que venían desde La Comercial. Pasó el tiempo con minutos de eternidad y al fin llegaron, sostenidas por botellas de vodka y cenizas en los pantalones, riéndose hasta doler la panza, elevando sus cuellos al viento, tropezando con los tacos y las pocas ganas de caminar. Allí se quedaron hablando y bebiendo, dos por tres me miraban y desviaban rápidamente la mirada, como quien observa, se retrae y trata de disimular. Al poco tiempo el aire se llenó de alcohol y de la vereda del frente aparecieron otros muchachos, lastimando los oídos de todo el que estaba en las cercanías con los vidrios de botellas, y piedras que habrían juntado listos para atacar. Cuando me fui a levantar del piso no estaban, ya ni el grillo quedaba sobre la caja en aquel lugar. Sin esperar mucho que al rato, de entre las palmeras se logró levantar aquella chica, arreglándose los lentes y analizando con los ojos entreabiertos mi actuar. No tardó en acercarse, y levantando la caja mojó la herida en el hombro que apenas rozo el vino paro de sangrar. Nos adentramos en el parque, haciendo terribles andanzas del baño químico del lugar. Cuando el ultimo beso soltó, salimos de allí regalando risas a la noche, ni el nombre me sabía, y la madrugaba comenzaba a aclarar el cielo, una vez más. Después de convencerme de que en minutos estaría en su casa, en su hogar, vino el taxi por mi y fui a marcar el boleto a la terminal. Me fui con su collar, los $50 que sobraron del viaje a las tres cruces y un perfume con las fragancias de su encanto embotelladas en mi recordar.

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