sábado, 30 de octubre de 2010

Ma ville, il orchestre une d' merde.

En mi sociedad hay un director de Cultura, un Campus con una piscina de cincuenta metros y varios teatros para estrenar.
Y mi sociedad entera es un conservatorio de música en ruinas, y se divide en salones numerados del primero hasta el infinito.
En cada salón se tocan instrumentos. En el primero, se oyen melodías de violines hechos de diario del informe de miles de desaparecidos en regímenes dictatoriales. Y desafinan levantando en tempestades de algunos luthiers que a veces vienen a calmar las melodías del recuerdo, y lloran tocando en claves de justicia, mientras otros piensan que algún día callaran.
En el segundo salón se encuentran guitarras eléctricas que rompen liberando ondas de rebeldía contra las paredes, haciendo aberturas, dejando relucir los miles de puños que crecen en raíces de revolución, queriendo formar una nueva realidad.
En el tercero se escuchan los bajos de las millones de mentes solitarias que levantan remolinos encadenando sentimientos. Algunos ya rendidos. Otros algún dos por tres abren la ventana y dejan escapar una nota, baja y oscura pero no invisible.
Se entra al número cuatro y una voz canta un folklore que protesta desgarrando horas de trabajo, reclamando mejores salarios, construyendo leyes para abolir la constitución. Pintando de rojo y negro al proletariado, la voz avanza, y cuando se sale el jefe explota, y manda a trabajar otra vez, miles de trabajadores mirando al piso, gozando el sueño de renunciar y no tener que trabajar más.
Y sigue el número cinco, que desgarra locura desatada en hileras de tambores. Apenas se abre la puerta inunda el calor en la piel y el fuego que calienta las lonjas penetra en el cuerpo como un cincel. La madera que lo enciende incendia las miles de hectáreas deforestadas a través del mundo. El campo y la pradera retumban contra esas lonjas, y las brasas saltan de un lado a otro formando una percusión de avisos, un calentamiento timbal.
El llegar al seis es más agradable, una armonía de armónicas se mece en el aire hilando la melodía de aquellos que aún con el tormento de los anteriores, conservan paz y amor en cajitas musicales. Y salen al balcón algún que otro sábado, tocando notas de buena onda para poder des-stresar.
Viene el siete y se sienten los blues de la gente del bar, los de la gente en la calle, esa que no tiene hogar. Los de esos niños que duermen con suerte adentro de alguna carpa, mientras sus padres se turnar para vigilar. Los que salen a pedir comida, los que juegan con malabares en el boulevard.
En el ocho se escucha el silencio, y nada más. Ese silencio que ni grita, ni llora, ni expresa felicidad. Siempre conformes, el silencio que nunca se animó a romper el hielo y cuestionar. Ese silencio que representa la ignorancia en el mundo, la falta de liceos y escuelas, la falta de información, de libros, cuadros en blanco que hay que pintar.
Al nueve le entra un furor de cuerpos mezclados, sudando electrónica, vomitando tragos. Siempre es de noche y dos por tres paran, resaquean, tomando aire y luego escapan, de vuelta a adentro, una fiesta infinita de adrenalina y goze. Un aire juvenil electrónico, un baile de éxtasis, placentero.
En el diez se escuchan motores de autos, bocinas de camiones y ruidos de los marinos. Ruidos de los marinos que se ensucian en mares de petróleo, en los que nadar se hace cada vez más difícil, en los que huir a las redes de pescadores es lo que gusta más. Eso se escucha, el ruido de olas contaminadas, el peso del nailon mojado en la arena, un mar de pobreza.
Y hasta el diez están los que mas se escuchan, luego en la escalera habitan miles de músicos sin nota, sin instrumento, vaya a saber qué melodía los dejó en la mitad del piso de abajo, y el piso de arriba. Y esquivándolos por los escalones finalmente se llega al piso de arriba, una marcha militar de uniformes, se respira represión y el poder revienta, y corroe. Miles de cachiporras golpeando el plástico, cantando impunidad, siempre controlando a los de abajo.
Y así es la ciudad cuando pesimismo pasa la factura de realidad, una orquesta de mierda que cada cinco años cambia de Director, cada uno impone las reglas y dirige la música que quiere que los demás toquen. Y a veces alguno desafina, y casi siempre la mayoría asume.

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